La Historia de la Navidad
Para comprender este acontecimiento que muchos (aunque reconocen la existencia histórica de Jesús) consideran un mito, que no así para los verdaderos cristianos, es necesario, no sólo remontarnos a los orígenes del cristianismo, sino también acercarnos al estudio de religiones y tradiciones ancestrales.
El paganismo, por aquellos tiempos en que Jesús vino al mundo, era la inclinación más extendida, aunque también existían grupos religiosos independientes, como los nazarenos o bautistas, los esenios y otros, casi todos de origen hebreo, que según las tradiciones proféticas esperaban la venida de un «Salvador o liberador» de la opresión que sufrían por parte del Imperio romano.
Ya en vida de Jesús, estos grupos se disputaban la razón de sus creencias, indicando unos que Juan (el Bautista) era el Ungido, otros que la liberación provendría de una corriente espiritual y no de un hombre concreto y otros indicaban que aún no había llegado. Aunque los primitivos cristianos se separaron de los nazarenos que acusaban a Jesús de «pervertir las doctrinas de Juan y de cambiar por otro el bautismo del Jordán», (Codex Nazarenus, II. Pag 109), llegaron al final, gracias al testimonio de la vida del Maestro, a establecer un frente común. Fue en el año 325, cuando se reconoció tras el Concilio de Nicea que «un hombre encarnó la Verdad a través de su doctrina, instaurando el esoterísmo gnóstico cristiano primitivo».
El Concilio de Nicea fue una necesidad fundamental de la época, ya que la antigua forma religiosa del paganismo romano había entrado, de hecho, en completa degeneración y muerte; se hacía necesario revestir a los principios cósmicos y universales de la religión con una nueva forma religiosa adaptada a los tiempos.
La forma religiosa del paganismo se degeneró y murió, pero sus principios continuaron en el cristianismo. Este es el final de toda forma religiosa: cuando ya las multitudes no respetan una religión para que ésta de paso a la siguiente.
Las concepciones sobre la vida de Jesús y su advenimiento al mundo están basadas no sólo en los cuatro evangelios o los libros del Nuevo Testamento, sino que muchas se deben, precisamente, a la tradición que guardaban los cristianos primitivos y a los evangelios llamados «apócrifos» y rechazados por el catolicismo, siendo estos últimos las fuentes donde encontramos, por ejemplo, los nombres con que hoy designamos a los Reyes Magos, a los padres de la Virgen María, o al del centurión Longinus; aparecen en ellos también el asno y el buey y multitud de detalles curiosos sobre el nacimiento e infancia de Jesús. De los cuatro evangelistas, es Mateo el único que nombra a los Magos que vinieron de Oriente, pero no dice que fueran reyes ni tampoco especifica su número.
Los astrólogos que llegaron de Oriente para adorar al Niño alcanzaron su verdadero número y cualidad en la Edad Media, por influencia notable de las tradiciones alquimistas de la época. Así el rey negro aparece por primera vez en la tradición cristiana en los frescos del siglo XV. Tal y como nos indica el maestro Samael, los Tres Reyes Magos que vinieron a adorar al niño representan los colores de la Gran Obra. El primer color es el negro, que refleja al Cuervo Negro de la Muerte, proceso que sucede en la medida en que el iniciado se encuentra perfeccionando el cuerpo físico y los sentidos. Corresponde a la Obra de Saturno, simbolizada por aquel Rey Mago de color negro; entonces estamos pasando por una muerte psicológica y emocional, la muerte de nuestros deseos, pasiones, etc. que proyecta en el Mundo Astral un concreto valor para el alma. El color blanco viene después, en el momento en que ya habiendo integrado todos los «Yoes» del Mundo Astral, tenemos derecho a usar la túnica de lino blanco; es claro que está simbolizado por la Paloma Blanca; ese es el segundo de los Reyes, el Rey blanco. El iniciado que perfecciona su cuerpo de Luz alcanza la maestría crística acercándose al color amarillo, correspondiente al Aguila Amarilla. El maestro tiene derecho a usar la túnica de color amarillo, reflejada en el tercero de los Reyes Magos, aquel que es de raza amarilla. Por último, la corono de la Obra es la Púrpura, proceso iniciático que sucede cuando un cuerpo, sea el Astral, El Mental o Causal, ya es de Oro Puro, se recibe la púrpura real que simboliza el triunfo y asunción con el Ser interior.
En cuanto a la fecha que conmemoramos como el nacimiento (Natividad) de Jesús, tenemos que decir que hay muchas conjeturas y concepciones erróneas y se quiere muchas veces, forzosamente hacer coincidir esta fecha simbólica con una auténtica fecha histórica, y de ahí las contradicciones anacronismos que se suscitan. Como el que se menciona a las ovejas pastando, ya que por estas fechas nos encontraríamos en una estación de frío y lluvias.
Las grandes festividades del culto solar o del fuego, o lo que es lo mismo: el advenimiento del Logos Solar (energía del Krestos Cósmico) se pierde en la noche de lo siglos, estando relacionadas con los equinoccios y solsticios; y siempre en torno al solsticio de invierno centraban su fiesta nocturna del nacimiento de su dios solar. Cerca del 21 de diciembre, cuando el Sol, en su aparente viaje hacia las zonas australes parece detenerse, al cesar su declinación, para comenzar su ascenso hacia las zonas del norte del septentrión, en el día más corto del año.
Cuando se habla de que los antiguos adoraban al Sol o le rendían culto, no se refiere propiamente al Sol físico, al astro que nos alumbra; el Sol físico no es más que una expresión externa del Sol espiritual, de ese Logos Solar que alumbra en la medianoche para dotar al hombre de sus principios espirituales, siempre relacionado con el fuego, con la Luz. Los evangelios siempre han relacionado a Jesús con la Luz, el fuego, la iluminación. Y Él mismo nos anuncia su bautismo de fuego, dándonos a entender cómo estaba destinado a servir de guía para la era de Piscis que recién comenzó. En el Apocalipsis, por ejemplo, Jesús dice: «Yo soy la estrella del alba, la estrella resplandeciente que os alumbrará en la mañana».
Los Eddas germanos citan al Khristos como el dios de su teogonía (semejante a Jesús de Nazareth) nacido el día de Navidad (25 de diciembre) a la medianoche, lo mismo que los cristificados Odín (Wotan) y Beleno, asimismo Frey (hijo de Odín y Frigga). Los druidas celebraban ese día encendiendo en las cumbres de las montañas grandes hogueras. Los egipcios fijaban la preñez de Isis (la reina de los cielos) para marzo, y el nacimiento del dios Horus a finales de diciembre. De igual modo sucede con el dios solar Mitra, de origen persa, que luego adoptan los romanos. Y con ceremonias con fuego en el interior de las cuevas se celebraba el advenimiento de los héroes solares: Dionisos, Hércules o Adonis, entre los griegos, Quetzalcoalt entre los mayas o Zaratustra y Krishna para las religiones de Oriente.
La Ruta Solar
Los movimientos de balanceo o cabeceo de nuestro planeta Tierra producen los fenómenos de los solsticios y equinoccios; y precisamente ese viaje aparente del Sol de norte a sur y de sur a norte. En la percepción de estos fenómenos desde nuestro punto de vista, se dice que estaba la equivocación de las gentes de la edad media cuando creían que el Sol era el que se movía y no la Tierra. Por nuestra parte pensamos que además esta también ha podido tener su causa en el hecho de que los alquimistas medievales afirmaban que la Tierra filosofal (cuerpo físico) era el centro del Universo y que había que conocer los movimientos del Sol (Cristo dentro del iniciado).
Esos movimientos del Sol que nos alumbra son cada año la repetición en el marco cósmico de todo el drama del Cristo-Sol: Él debe vivir su drama de vida, pasión y muerte, para luego resucitar en todo lo creado. Él debe descender para dar Luz a las Tinieblas. En ese descenso pasa por el solsticio de verano (21 de junio, San Juan) y el equinoccio de otoño (21 de septiembre), mas en el solsticio el Sol detiene su ascenso para ascender (nacer en Navidad) y evitar que la Tierra se convierta en una mole de hielo. Así debe avanzar para darnos su vida, y en el equinoccio de primavera (21 de marzo) se crucifica en la Tierra; entonces madura la uva y el trigo. Es precisamente en la primavera cuando el Señor debe pasar por su vida, pasión y muerte (la Semana Santa), para luego resucitar.
Todos debemos, si queremos resucitar algún día, seguir este trabajo de desarrollo psíquico y espiritual (la gran obra alquimista), ruta solar que asimismo se ha de verificar en los procesos internos del hombre. Ese camino que el Sol físico marca con su movimiento es la alegoría del camino secreto o camino interior que nos conduce a la auto-realización íntima del Ser. Por ello la cristificación se convierte en el proceso útil que desarrolla las fuerzas solares en el corazón del hombre.
El fuego de Aries (21 de marzo-21 de abril) desciende con la fuerza maravillosa del pneuma griego o Espíritu Santo (San Juan), poniendo los basamentos del desarrollo del alma (Cáncer, 21 de junio-21 de julio) que con las fuerzas equilibrantes de libra (21 de septiembre-21 de octubre) lleva luz a las Tinieblas. Así se establece cada año la muerte de lo pasado para dar posibilidad de cambio al devenir. Gracias a las fuerzas de Saturno (Capricornio, 21 de diciembre-21 de enero) da comienzo la victoria de la Luz sobre las Tinieblas, que culmina con el florecimiento de una nueva vida. Un nuevo hombre se forja gracias a la iniciación de Venus (el Amor), muriendo y resucitando en su interior.
No es sólo en los cuatro puntos básicos de la Luz solsticial en donde debe crucificarse y resucitar la fuerza Cristo, sino en cada uno de los doce elementos relacionados con las doce fuerzas zodiacales, presentes en esa misma cruz.
El Cristo Cósmico
Para el gnóstico San Agustín, uno de los primeros padres del cristianismo, al igual que para Orígenes (150 años antes) el sentido de la religión cristiana ya existía desde los más remotos comienzos, y el Cristo (Jesús) aparece en carne y hueso para dar testimonio de un principio universal. El Cristo no es un individuo humano ni divino. Cristo es una substancia cósmica, latente en cada átomo del universo. La substancia Cristo es la substancia de la Verdad y la Vida destinada a renovar los procesos de la evolución.
Cuando un hombre asimila la substancia Cristo en lo físico, en lo psíquico y en lo espiritual, se cristifica, se transforma en un Cristo viviente. Así el Cristo es un prototipo de perfección, una fuerza cósmica capaz de salvar al hombre en sus procesos evolutivos. El Logos espiritual adviene al alma humana para que cada uno de nosotros pueda alcanzar su estatura espiritual.
Comprenderemos gracias a este principio porque los Incas adoraban al Sol; los nahuales le rendían culto al Sol, como los mayas, los egipcios y nórdicos. No se trata de la adoración a un Sol físico, sino a lo que se oculta tras ese símbolo.
Entre los chinos, el Cristo es Fu-ji; entre los mexicanos antiguos es Quetzalcoalt (relacionado con Venus, la estrella de la mañana) el Mesías transformador de los toltecas. Entre los griegos Cristo es Dionisos y entre los japoneses será Amida, quien intercede ante la diosa suprema Ten-sic-dai-Tain, rogando por los pecadores. Es Amida el Cristo de la religión sintoísta, quien tiene el poder de abrir las puertas del Gokurak (paraíso). En el viejo Egipto de los faraones el Cristo es Osiris y todo el que lo encarnaba era un osirificado. También Hermes Trismegisto estará destinado a encarnar al Cristo egipcio, como maestro de luz resucitado. El evangelio de Krishna en la India milenaria es similar al evangelio cristiano. El nacimiento de Krishna y su vida es de una concomitancia cristalina con la de Jesús. Son copncebidos por obra y gracia del Espíritu Santo (Shiva entre los indostanes); nacen en un pesebre o establo y son adorados por pastores (los de Nanden en relación con Krishna) reyes, dioses y ángeles vienen a adorarle; son bautizados en un río (Jordán y Ganges) por un santo varón (Juan y Rama); son crucificados y sus costados atravesados (lanza y flecha) y resucitan al tercer día.
Así pues que, Jesua Ben Pandirá (Jesús el Cristo) no fue el primero niu tampoco el último que ha logrado la cristificación o encarnación del Logos. Tos nacen de Inmaculadas Concepciones y los nombres de sus madres vírgenes se parecen notablemente: la del Budha y la del egipcio Hermes se llamaban Maia. La del siamés Codom y la del hindú Agni fonéticamente igual Maya. Mirra será la madre de Adonis y Dionisos. Miriam o María la de Jesús. La Virgen madre de los cristificados es Ram-io, la Divina Madre Kundalini, la Madre Cósmica. Incuestionablemente que el cristianismo esotérico jamás dejó de adorar al Eterno Femenino, ya que es en su seno donde se ha de gestar la luz solar. Ella aparece simbolizada en las diversas teogonías religiosas con mil nombre adorables, Ella es la Stella Maris de los alquimistas medievales, la Virgen del mar de los argonautas, la Tonantzin azteca, la casta Diana griega, la Isis egipcia a quien ningún mortal ha levantado el velo.
Iniciaciones Secretas de Jesús
De igual modo que la historia romana conduce fatalmente a César por la vía instintiva y la lógica infernal del Destino, así también la historia de Israel conduce libremente al Cristo por la Vía consciente y la lógica divina de la Providencia, manifestada en sus representantes visibles: los profetas. El mal queda de continuo condenado a contradecirse y destruirse a sí mismo, porque es lo falso; pero el Bien, a pesar de todos los obstáculos, engendra la luz y la armonía en la serie de acontecimientos que sucede a lo largo de los tiempos, porque él es la fecundidad de lo verdadero. De su triunfo, Roma sólo extrajo el cesarismo, de su hundimiento, Israel dio a luz al Mesías.
Una vaga espera estaba suspendida sobre los pueblos. En el exceso de sus males, la humanidad entera presentía su Salvador. Hacía siglos que las mitologías soñaban con un niño divino. Los templos de él hablaban en el misterio; los astrólogos calculaban su venida; sibilas delirantes habían vociferado la caída de los dioses paganos. Los iniciados habían anunciado que un día había de llegar en que el mundo sería gobernado por uno de los suyos, por un hijo de Dios. En la tierra esperaban un rey espiritual que fuese comprendido por los pequeños, los humildes y los pobres.
¿Donde nacerá ese niño? ¿De qué mundo divino vendrá su alma? ¿Por medio de que relámpago de amor descenderá en la tierra? ¿Por qué maravillosa fuerza, por qué sobrehumana energía recordará el cielo abandonado? ¿Por qué esfuerzo gigantesco sabrá resurgir desde el fondo de su conciencia terrestre y arrastrar tras de sí la humanidad?
Nadie hubiese podido decirlo, se le esperaba. Herodes el Grande, el usurpador idumeo, el protegido de César Augusto, agonizaba entonces en su castillo de Cypros, en Jericó, después de un reinado suntuoso y sangriento. Las siete mujeres de su harén habían huido ante un fantasma real, que vivo aún olía ya a sepulcro. Sus mismos guardias le habían abandonado. Expiraba de una horrible enfermedad, de una descomposición de la sangre, odiado de todos, roído de furor y de remordimientos.
Así murió el último rey de los judíos. En aquel mismo momento acababa de nacer el futuro Rey espiritual de la humanidad, y los raros iniciados de Israel preparaban en silencio su reinado, en una humildad y oscuridad profundas. Jehoshua, que llamamos Jesús por su nombre helenizado, nació probablemente en Nazareth. Ciertamente fue en aquel rincón perdido de Galilea donde pasó su infancia y se cumplió el primero, el mayor de los misterios cristianos: el florecimiento del alma de Cristo. Era hijo de Myriam, que llamamos María, mujer del carpintero José, una galilea de noble cuna, afiliada a los esenios.
Un hecho parece resaltar en la historia legendaria de María, el de que Jesús fue un niño consagrado a una misión profética, por deseo de su madre, antes de su nacimiento. Se cuenta lo mismo de varios héroes y profetas del Antiguo Testamento. Esos hijos dedicados a Dios por su madre se llamaban nazarenos.
Un ángel anuncia a la madre de Sansón que va a quedar encinta; que dará a luz un hijo que no se cortará el cabello, «porque el niño era nazareno desde el seno de la madre; y él será quien comenzará a libertar a Israel del yugo de los filisteos». La madre de Samuel pidió ella misma su hijo a Dios: «Anna, mujer de Elkana, era estéril. Hizo ella un voto y dijo: ¡Eterno de los ejércitos celestes!, si das un hijo varón a tu sierva, lo daré al Eterno por todos los días de su vida, y ninguna navaja afeitará su cabeza. Entonces Elkana conoció a su mujer. Algún tiempo después, Anna concibió y dio a luz un hijo y le llamó Samuel, porque, dijo: se lo ha pedido al Eterno». Samuel significa, según raíces semíticas primitivas «Esplendor interno de Dios».
Estos pasajes son extremadamente interesantes, porque nos hacen penetrar en la tradición esotérica, constante y viva en Israel, y por ella en el sentido verdadero de la leyenda cristiana. El kana, el marido, es sin duda el padre celeste según el Espíritu. El lenguaje figurado del monoteísmo judaico recubre aquí la doctrina de la preexistencia del alma.
La mujer iniciada llama así a un alma superior, para recibirla en su seno y dar a luz un profeta. Esta doctrina, muy velada entre los judíos, completamente ausente de su culto oficial, formaba parte de la tradición secreta de los iniciados, y se proclamaba vivamente en las palabras de los profetas. Jeremías lo afirma en estos términos: «La palabra de lo eterno me fue dirigida y me dijo: antes de que se formase en el seno de su madre, te he conocido; antes de que hubieses salido de su seno, te he santificado y te he establecido profeta entre las naciones». Jesús dirá igualmente a los fariseos escandalizados: «En verdad os digo: antes de que Abraham fuese yo era».
De todo ello, ¿qué puede retener tocante a María, madre de Jesús? Parece ser que en las primeras comunidades cristianas, Jesús ha sido considerado como un hijo de María y de José, puesto que Mateo nos da el árbol genealógico de José, para probarnos que Jesús desciende de David. Allí sin duda, como en alguna de las sectas gnósticas, se veía en Jesús un hijo dado por el Eterno en el mismo sentido que Samuel. Más tarde la leyenda, preocupada por mostrar el origen sobrenatural del Cristo, hiló su velo de oro y azul; la historia de José y de María, la Anunciación y hasta la infancia de María en el templo son bien legendarias.
Si tratamos de desentrañar el sentido esotérico de la tradición judía y de la leyenda cristiana, diremos: la acción providencial, o para hablar más claramente, el influjo del mundo espiritual que concurre al nacimiento de cada hombre, es más poderoso y más visible en el nacimiento de los hombres de genio, cuya aparición no se explica en ningún modo por la única ley del atavismo físico. Este influjo alcanza su mayor intensidad cuando se trata de uno de esos adivinos profetas destinados a cambiar la faz del mundo.
El alma elegida para una misión divina viene de un mundo divino; viene libremente, conscientemente; pero para que entre en escena en la vida terrestre necesita un vaso elegido. Es precisa la invocación de una madre de de calidad que, por la aptitud de su ser moral, por el deseo de su alma y pureza de su vida presente, encarne en su sangre y en su carne el alma del redentor, destinado a ser a los ojos de los hombres, un hijo de Dios. Tal es la verdad profunda que recubre la antigua idea de la Virgen-Madre. El genio indo lo había expresado en la leyenda de Krishna. Los evangelios de Mateo y de Lucas la han reverenciado con sencillez y mediante una poesía aún más admirable.